Que
hablen las heridas, que ellas nunca mienten. La sangre derramada, las
cicatrices, guardan en su nacimiento el por qué y el cómo, la causa y el
efecto, el "ni contigo ni sin ti". Hay que guardar y asimilar,
evolucionar de lo vivido para volver a tropezar en las mismas piedras y
hacernos los mismo cortes una y otra vez. Una herida sobre otra.
Hay
cortes que ya no sangran, golpes que no duelen de tan acostumbrados que estamos
a ellos; otros hieren en la misma memoria, con su simple recuerdo. Si puedo
elegir, elijo el dolor. Muchas cosas nos hacen humanos, nos distinguen de los
demás animales, y el dolor no es una de ellas; ni siquiera el miedo al dolor.
Pero yo no busco alejarme de lo animal, a mis expensas he descubierto que es
una estupidez; además de inútil es un engaño.
Deseé
ser un cuchillo y matar, deseé que me cortaran y deseé cortarme yo. Deseé ser
ese animal. Deseé ser la sangre que se coagula en unas manos y las vísceras que
se pudren en otras. Deseé ser el ojo cegado y la boca cosida, para ver y hablar
de heridas desde la sabiduría de un mutilado por la vida.
Sin
embargo, tampoco soy ese animal. He tragado bilis, asimilado golpes como algo
intrínseco a no ser simplemente instinto de supervivencia. Me he dejado al
descubierto, eliminado barreras y escudos, y he otorgado a otros el poder de
decidir si ser o no mi herida. Solo alguien con el poder de hacernos daño nos
quiere de verdad; y al contrario.
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